▲ Los cristianos somos capaces de experimentar un amor verdadero hacia los demás, como a su vez lo recibimos de Cristo. |
(1 ª Juan 4:7; 12)
El trato entre los cristianos no se reduce a un vínculo de simple cortesía. Por medio del pasaje de hoy, el apóstol Juan nos enseña que el amor que viene únicamente de Dios nos impulsa a amarnos los unos a los otros.
El ser humano por naturaleza tiende al pecado, y éste (entre otras cosas nocivas) lo aísla de los demás hombres. Lo convierte en una criatura autodeterminada, solitaria, egoísta, que sólo vive para sí. El hombre natural tiende sólo a satisfacer sus necesidades e impulsos, cuyos intereses a lo sumo se extienden a los de su familia o a las personas que constituyen sus afectos. Desconoce totalmente que “el que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (Jn. 4:8).
Tengamos en cuenta que en la mente de Dios, un hombre aprobado es aquel que vive para Él y para los demás. Es por esto que el hecho de conocer al Señor nos impulsa necesariamente a amarnos los unos a los otros. Entonces experimentamos una transformación que hace del amor parte de nuestra naturaleza; al recibir el perdón de Dios, el amor llega a ser algo real y se convierte en una cualidad de nuestro carácter.
El problema que persiste sin embargo es que, si bien al conocer a Cristo recibimos un nuevo amor, como seres dotados de libre elección podemos ignorarlo y seguir siendo egoístas. Los cristianos somos capaces como creyentes de experimentar un amor verdadero hacia los otros, pero tenemos que cultivarlo y alimentarlo con la Palabra y con la comunión del Espíritu Santo.
El amor que Dios infunde en el espíritu de sus hijos es único. Es diferente a todas las otras manifestaciones afectivas de las que el hombre es capaz, impulsando al cristiano a una vida de servicio, e incluso al sacrificio de la propia conveniencia a cambio de dar a conocer a la humanidad el amor de Cristo. Este amor no se basa meramente en las emociones humanas; no se basa en relaciones familiares, en la atracción física o en intereses comunes, sino en una íntima relación con Dios.
El creyente sincero es alguien que ha llegado a conocer de alguna manera el amor de Dios (llamado amor ágape) y por ello tiene la responsabilidad de mostrarlo al mundo; esta clase de amor, que no se puede fabricar, debe producir que el cristiano guíe a otros a que también lo experimenten en su vida. El verdadero hijo de Dios tiene la responsabilidad única de irradiar la luz salvadora que ha recibido gratuitamente (es decir por gracia) de su Padre misericordioso.
Oración
En esta mañana, agradecemos al Señor por habernos instruido sobre la clase de relación que debe existir entre los miembros de la iglesia, y de éstos con las demás personas, recordándonos que al vivir en el Espíritu seremos capaces de manifestar el amor de Dios. Amén.
¡Te bendigo! Pastor Antonio Trejo.